martes, 6 de abril de 2010

Paco Rabal

(Águilas, Murcia, 1926 - Burdeos, 2001) Actor español. Francisco Rabal Valera nació el 8 de marzo de 1926 en la Cuesta de Gos, una pedanía de Águilas, Murcia. De origen humilde (padre minero, madre molinera, dos hermanos), contaba seis años cuando la familia se trasladó a Madrid, y allí comenzó a ayudar a la maltrecha economía de los suyos con lo que ganaba, en plena Guerra Civil, primero como vendedor de golosinas y luego como aprendiz en una fábrica de bombones.


Francisco Rabal en una imagen de 1996

Gracias a un cura conocido de la familia, consiguió más tarde el empleo que lo conduciría a su definitiva profesión, el de ayudante de electricista en los estudios cinematográficos Chamartín.

Su iniciación ante las cámaras se produjo gracias al director Rafael Gil, quien en 1946 lo incluyó como actor de reparto en dos de sus películas, La pródiga y Reina Santa. En el teatro, fueron fundamentales las recomendaciones del poeta Dámaso Alonso, el actor Luis Escobar y el director José Tamayo. En 1947 pasó a integrar el elenco de la compañía Lope de Vega dirigida por este último, del que formaba parte la actriz catalana María Asunción Balaguer. Se casaron en enero de 1951, y no obstante los confesos vaivenes sentimentales del actor a lo largo de su vida, ella fue su incondicional compañera hasta el último instante.

Por entonces, Rabal estaba a punto de lograr su primer éxito teatral con La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Un papel destacado que luego le permitió encabezar el reparto en obras como Edipo rey o Las brujas de Salem, junto a figuras reconocidas como Analía Gadé, Berta Riaza, Maruchi Fresno, Manuel Dicenta o Andrés Mejuto. Al mismo tiempo obtuvo papeles de protagonista en grandes éxitos del cine de la época, como Historias de la radio (1955), de José Luis Sáenz de Heredia, o Amanecer en puerta oscura (1957), de José María Forqué. Y pronto extendió esos primeros pasos e inauguró su carrera internacional a las órdenes de Gillo Pontecorvo en Prisioneros del mar (1957).

Actor sobrio y eficaz, dotado de una voz grave y pastosa, logró llamar la atención de realizadores extranjeros, con los que participó en numerosas películas relevantes. A fines de la década se produjo en México su encuentro con Luis Buñuel (Nazarín, 1958; Viridiana, 1961), decisivo en su trayectoria, que gozó en los años siguientes de su etapa más interesante gracias al trabajo con creadores como Juan Antonio Bardem (Sonatas, 1959; A las cinco de la tarde, 1960), Michelangelo Antonioni (El eclipse, 1961), Leopoldo Torre-Nilsson (La mano en la trampa, 1961; Setenta veces siete, 1963), Carlos Saura (Llanto por un bandido, 1963), Lucas Demare (Hijo de hombre, 1964), Manuel Antín (Intimidad de los parques, 1964), Claude Chabrol (María Chantal contra el doctor Kha, 1965), Jacques Rivette (La religiosa, 1966), Luchino Visconti (Las brujas, 1966), de nuevo Buñuel (Bella de día, 1966), o Glauber Rocha (Cabezas cortadas, 1970).

Nueva y fecunda etapa

Posteriormente, tras un período de inflexión marcado por trabajos puramente alimenticios que poco aportaron a tan brillante currículo, Rabal resurgió en su madurez con fuerza arrolladora. Ahí queda un florido manojo de personajes que, de la mano de Mario Camus, Gonzalo Suárez, Vicente Aranda, Pedro Almodóvar, José Luis García Sánchez, Arturo Ripstein, Alain Tanner o Carlos Saura, el veterano actor supo incorporar a sus visajes y hacerlos únicamente suyos. Desde comienzos de la década de los ochenta experimentó un contundente renacimiento a través de una serie de buenas películas y aún mejores papeles que su cara cuarteada y su voz rota hicieron inolvidables.

Uno de ellos, el gran Azarías de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, le reportó un premio de interpretación en Cannes, y a partir de entonces ocupó el justo lugar que requería su peso. Otro, el de Goya en Burdeos (1999), además de valerle el galardón que lleva el nombre del pintor, sirvió de broche anticipado a una trayectoria artística destacadísima.

Nada menos que cuarenta títulos sumados a su filmografía en esta última etapa de actividad casi febril. Y como contrapartida, un ciclo vital de guerrero en reposo, de viejo patriarca familiar orgulloso de su saga de artistas. De su mujer Asunción, que volvió al ruedo tras muchos años de permanecer a su sombra; de sus hijos Benito, director de cine, y Teresa, cantante y actriz; de su nieto, el actor Liberto Rabal, de su biznieto Daniel... Y de su exuberante memoria, generosa en anécdotas que hicieron las delicias de sus interlocutores y que en sus últimos años quiso plasmar en dos libros: Mis versos y mi copla y Si yo te contara. Por sus páginas desfilan los recuerdos del poeta amigo de poetas, del hombre de izquierdas de toda la vida, del galán de las grandes estrellas, de sus conquistas amorosas, de sus giras de cómico, de sus numerosos viajes...

Falleció el 29 de agosto a causa de un enfisema pulmonar en Burdeos, a bordo del avión en que regresaba de Canadá, donde había recibido un premio por el conjunto de su carrera en el XXV Festival de Films du Monde de Montreal. Al enterarse de las peripecias de su muerte, el escritor Miguel Delibes concluyó: «En realidad, su dinamismo era tan grande que no podía morir de otra manera que yendo de acá para allá». Otra distinción de similar categoría, el premio Donostia del 49° Festival de San Sebastián, que iba a serle entregado el 24 de septiembre, hubo de ser recogido por su nieto, el también actor Liberto Rabal, en un emotivo homenaje tributado por sus amigos de oficio.

Rabal tenía setenta y cinco años y llevaba más de cincuenta en el cine, un medio en el que se mantenía tan activo como siempre y que le dio las más grandes satisfacciones a través del reconocimiento de directores y críticos y del cariño palpable del público, de sus allegados y de todos sus compañeros de profesión.

Su madurez artística y personal coincidió con el período más creativo y fecundo de su extensa carrera. Actor hecho a sí mismo, con las técnicas que aprendió del oficio y de la vida y dueño de una memoria portentosa, había dejado de interpretar para aprehender cada personaje e incorporarlo a su manera de ser.

Brindó así un inconfundible Paco Rabal que la magia de los ropajes y las luces convertía y multiplicaba en presencias rotundas, llenas de vitalidad. Desde luego, había perdido por completo la apostura física que en su juventud le franqueara tantas puertas, sobre todo en su rápida proyección internacional hacia un cine de autor que lo situó en un nivel de fama y prestigio insólitos entonces para un actor español. Pero con su buena planta también habían quedado en el recuerdo cierta propensión a declamar -que halló mejor destino en sus recitales de poesía- y la inseguridad que, tras una etapa de escaso brillo, le produjeron las cicatrices que un accidente dejó en su rostro.

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